sexta-feira, julho 20, 2007
O que se diz do Transmongoliano...
«...Más de cinco días para ir de Beijing a Moscú, pasando por Mongolia, es algo que asusta a los impacientes. Sin embargo, siempre me han gustado esas travesías. Hubo una época en que la partida era solemne: vagones casi vacíos se ponían en movimiento frente a una hilera de guardias rojos que agitaban su librito cantando El Oriente es Rojo. Hoy la partida es febril: de los pasillos atestados debordan las más variadas mercancías.
Al salir de la estación, ante la torre angular, excepcional vestigio de las murallas que se alza en el sudeste de la ciudad tártara, se advierte en las oscilaciones del tren una última vacilación. Los viajeros pasean su mirada por los últimos barrios de la capital china. Otros toman posesión de su nuevo universo, célula que emprende una lenta progresión. Las primeras horas transcurren en los relieves de la China del Norte, donde la Gran Muralla, inicialmente restaurada y luego reducida a la condición de ruina lamentable, marcaba antaño el límite del mundo civilizado. Tras penetrar en un paisaje de loes, con barrancos de tonos ocre, jalonado de sauces enjutos, el convoy asciende lentamente hacia la meseta mongola. Según las estaciones, desfila un paisaje erosionado por las lluvias estivales o yerto como una piedra en el frío invernal. El ritmo mesurado del tren y el espectáculo de esas tierras de epopeyas, fascinantes como una ribera que se aleja, incitan a la contemplación. Hasta que un entumecimiento se apodera de los pasajeros. No es aburrimiento ni cansancio, sino una mezcla de ensueños, lecturas, conversaciones, confidencias, momentos privilegiados concedidos por el tiempo, que parece olvidado o haberse vuelto menos apremiante. Una vez pasado Dantong, más al norte en tierra mongol, la estepa se extiende monótona hasta el horizonte. Un jinete, el cuidador de un rebaño de camellos, una cabaña, son puntos de humanidad en la extensión sin fin, escasamente cubierta de hierba en pleno verano, lunar a partir de noviembre.
La caída de la tarde alarga la sombra del tren.
En los vagones, las luces
han borrado el mundo exterior.
La caída de la tarde alarga la sombra del tren. En los vagones, las luces han borrado el mundo exterior. En el corazón de un desierto que se olvida, una extraña intimidad invade los compartimentos. La decoración anticuada mantiene la ilusión de un pasado esplendor: terciopelo gastado color frambuesa, pantalla rosa encintada de la lámpara sobre la mesilla junto a la ventana, espejos biselados, falsos enchapados de caoba, cortinas verdes descoloridas. Un universo hermético, arrastrado a la cadencia de la fractura de los rieles, que avanza en la noche. En los demás vagones las literas están dispuestas en tres niveles. Una luz tenue alumbra cuerpos reclinados entre sombras. El equipaje, cuidadosamente amarrado y amontonado, termina de saturar el espacio.
Ulan Bator, el valle del Selenga y las orillas del Baikal, Irkutsk, Tomsk, Novosibirsk, Sverdlovsk, que ha vuelto a ser Ekaterinburgo, el Ural. Los días transcurren al son de una letanía de nombres que giran como las ruedas del tren. Las transiciones son lentas y ya se han creado hábitos entre los pasajeros. Vuelven del samovar instalado en el extremo del pasillo con paso vacilante, se sumen en sus sueños acodados en la ventana o, cansados de un trayecto que les parece infinito, juegan a las cartas o al ajedrez.
El vagón restaurante cambia según el territorio. Chino para empezar, mongol a continuación, ruso para terminar, ofrece una trayectoria gastronómica poco refinada y experiencias desiguales. Pero, cantina o figón, forma parte del viaje, suscita migraciones regulares, brinda a su manera un suplemento de exotismo. Los fuertes olores a ajo, los efluvios de carnero hervido o las emanaciones agrias de la solianka (sopa de repollo) acompañan el chirrido y el balanceo de los ejes. A las horas de apertura es el sitio más animado del tren. La clientela es variopinta. Hay unos pocos occidentales, curiosos del más mínimo detalle, que tratan de charlar con los autóctonos en alguna lengua conocida, chinos que descubren prudentemente a sus vecinos y, más lejos, rusos inclinados sobre su borsch, confundidos por semejante afluencia de extranjeros.
Hubo una época en que sólo contados diplomáticos de los países del Este tomaban el transiberiano para llegar a la URSS.
Las paradas no son frecuentes.
Pero, en esos altos,
el andén se transforma de
pronto en bazar.
Pero de unos años a esta parte, suben a este tren semanal que une Beijing a Moscú, por Mongolia o por Manchuria, pasajeros con motivaciones sumamente diversas. La más frecuente es el comercio. Revela las penurias más allá de una frontera, el ingenio de que hacen gala los comerciantes, el frenesí de poblaciones privadas de intercambios durante muchos años y que han redescubierto el trueque. También hay “especialistas”, atraídos por los expresos internacionales, al acecho para cometer algún latrocinio o incluso un crimen. Rondan aún aventureras con mirada perdida y candidatos a la emigración que sueñan con los paraísos de Europa y tratan de pasar inadvertidos.
Cuanto más nos adentramos en Siberia, más se animan los pasillos. Empleados del ferrocarril y pasajeros, todos chinos, sacan a relucir cargamentos de sacos de arroz, fardos de ropa, utensilios de plástico. Las paradas no son frecuentes. Pero, en esos altos, el andén se transforma de pronto en bazar. Hileras de mujeres rusas, venidas expresamente, ofrecen los objetos más inesperados: bayas de los bosques vecinos, papas calientes, lámparas recargadas, zapatos evidentemente incómodos. Hombres y mujeres cruzan las vías y se deslizan bajo los vagones, arrastrando sacos abarrotados de quién sabe qué mercancía. Un adolescente huye tras haber arrebatado un pantalón que un chino ofrecía por una ventanilla del tren. Bruscamente, el silbido de la locomotora pone fin a las transacciones, y los últimos pasajeros se apresuran a subir pensando en la próxima etapa.
Luego se llega a las cercanías de Moscú, a aldeas con campanarios blancos o dorados, como los abedules que cubren la campiña rusa en otoño.
Este viaje, fuente de aventuras, es propicio a la imaginación. ¿No es La Prosa del Transiberiano del escritor francés Blaise Cendrars una de las obras más hermosas de la poesía moderna? La travesía ferroviaria de Asia a Europa sigue ejerciendo la misma fascinación. Como si los personajes errantes de un continente a otro, fijados en nuestros recuerdos al capricho de los compartimentos y las cursivas, encarnaran
por sí solos la permanencia del destino de la humanidad.»
UNESCO - Correio